LA TIENDA DEL KIRGUISE

lugar de encuentro de los componentes y amigos del colectivo TERRITORIO KIRGUISE


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CRISÁLIDA

Por Yorgos Anisakis

Despertó bruscamente.
Al abrir los ojos le llegó la tranquila penumbra del dormitorio. Sintió un enorme alivio. Pero en su interior aún latía la atmósfera asfixiante del sueño del que acababa de despertar.
Poco a poco fue recordando. Un mundo onírico empapado de vivencias extrañas, como si se hubiese introducido en la mente de alguien desconocido. En los pocos minutos que duraría el sueño había experimentado el transcurso de una vida, aparentemente normal pero a la vez progresivamente atada, desde la infancia, a compromisos externos y obligaciones para sí misma, a restricciones originadas por miedos olvidados y a prevenciones inconscientes, dictadas por voces ya fallecidas. Todos se urdían para ir formando una malla de ataduras en las que, en el transcurso de su vida, el soñador se iba enredando tan lenta como inevitablemente, con la involuntaria determinación del gusano de seda que se envuelve dentro de su crisálida.
Y ésta se iba haciendo más y más densa, más y más estrecha, hasta que primero el calor, luego la asfixia le llevaron a esa angustia que, al devenir insoportable le produjo, como una muerte, el despertar.
Se levantó, aún abrumada y abrió la ventana del dormitorio. Le inundaron los aromas vegetales de una noche de verano, la infinitud del cielo cuajado de estrellas. “¿Cómo alguien puede llegar a negarse así…”, pensó. Pero al pasar por el cuarto de baño, antes de volver a acostarse reconoció fugazmente, en el espejo, la cara reflejada de quien había sido la protagonista de su sueño.


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Un poema de Marina Gurruchaga

Por ahí anda, detrás, pastando solo
el caballo grís.
Le he  traído una manzana blanda,
una fruta de bronce y cuajadas, rojas gemas
como sangre,
sobre una piel fragante que se derrumbaba.
Él la vió caer en el barro que sus patas
habían ablandado por la tarde.
Vino cabeceando, alegre en el sopor
de sus ojos, en el sueño de las grandes bestias.

La tomó con los dientes
y hendió la carne. Luego se hurgó
la boca, mucho tiempo,
con una  lengua blanda
que recordaba a un pez ciego,
a un pez de gruta.
Yo entonces venía huyendo,
y en el viento frío también estaba alegre.
En el sol frío también estaba alegre.

 

Marina Gurruchaga


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Cantarcico de Villanos

 

Cantarcico de villanos
para un niño que naciera,
se dice que en media noche,
justo en la hora frontera,
cuando la obscuridad alza
su pendón y su bandera,
derrotado el sol soberbio
por ejército de estrellas.
En el filo el niño nace
de una paz y de una guerra,
marcando entre ambas un pacto
sellado con luz y tierra.
Una tregua y un encuentro
el cielo y el mundo acuerdan,
cese un instante la lucha,
que el vagido y llanto advenga

del niño por sombra y viento
engendrado a carne plena.
Nada, nadie, lo silencie,
ni con su fragor la guerra
ni la beatitud de la paz
en olvido lo retenga.

Cantarcico de villano
a la plenitud apela,
resonancia de las aguas,
hecha voz entre las piedras,
anidando entre las ramas
de árboles que espejean
destellos de lumbre verde
sobre escondidas veredas,
cuyo trayecto conduce
hacia una gruta por meta.

Se dice y canta que ruge
toda la esperanza en ella,
que da inicio la partida
del abrazo y la contienda
entre el Dios de rayo y brisa
y el humano de ansia incierta.
Tiempo ahora al son del cielo
con el compás de la tierra
urdir la música en vuelo
hacia la más alta esfera,
allá donde humano y Dios,
saldadas todas sus cuentas,
en unísono repiquen
palabra en canción eterna,
a pleno pulmón, a sangre
y a luz, verdad, vida, plenas.

Cantarcico de villanos.

 

 

Luis Antolín


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Cabeza a Pájaros

Colibríes

“Responder con ligereza a la visión terrorífica del mundo es una demostración de potencia sin igual.”

Nietzsche

 

 

– Tú, niña, tienes la cabeza a pájaros – me decían

 

Y sí, era cierto, era cierto, yo tenía dentro de mi cabeza pájaros de colores, muchos pájaros de colores, diminutos pájaros de colores que volaban fugaces en todas direcciones, aunque aún no sabía ponerles nombre.

 

Aparecían como soles diminutos para encender con sus acrobacias aéreas las inextricables clases de matemáticas, las interminables misas de domingo, los monótonos rosarios, ora pro nobis, ora pro nobis, y constituían para mí el mejor y más alegre antídoto contra la rutina y el sinsentido.

Aquellas gotas de sol que iluminaban los días de mi infancia eran, lo supe más tarde, colibríes, los colibríes de mi imaginación, pequeñas aves que con el tiempo fueron adquiriendo, sin perder ligereza, una mayor consistencia, alimentados con el néctar de la lectura apasionada y revuelta, la savia de las palabras dichas a fuego lento, la suave caricia del silencio, las amistades apasionadas, la sospecha del amor…

 

Más tarde, cuando desperté de mi infancia, los colibríes todavía estaban allí. Ya no sólo volaban a capricho en mi cabeza, sino que, en noches de vigilia, cigarrillo en ristre, mientras todos dormían, me era concedido el don de convocarlos. El único requisito necesario era desearlo de verdad, es decir sin apego. Entonces, el aire se encendía con semillas de fuego, arco iris vivientes, minúsculos relámpagos, que diría Neruda, leves estelas de luz. Aquella ceremonia nocturna y luminosa, clandestina y feliz, llenaba la habitación con la difusa precisión de los indicios y, si el deseo de prodigio era intenso, entonces algunos colibríes entraban confianzudos, más ardientes que nunca, en el espacio diáfano del papel en blanco, donde, sin dejar de ser libres, se transmutaban en palabras, que al principio parecían responder al caos, pero que luego, sin abandonar nunca del todo su talante enigmático, cifrado, fragmentario, iban tomando forma de pequeñas historias cargadas de sentido, un sentido que, como ocurre al recordar  los sueños, era confuso y, al tiempo, era revelador.

 

Aunque más adelante supe que aquellas historias intensas, híbridas, fractales, pertenecían al género del microrrelato y eran un claro exponente de postmodernidad, primero fue el disfrute alejado de intenciones o modas, la genuina inocencia, la falta de etiqueta, la naturalidad.

 

Aquel rito nocturno, no exento de dolor, se acercaba, sin duda, a un “estado de gracia”. Descifrar las palabras, esas amantes que nunca te abandonan, como diría Moyano, depurarlas al máximo, ir decantándolas, era un proceso que no sólo me salvaba ya de la rutina, sino que servía como única consolación posible para calmar la herida de tener quince años y estar viva y sentir con desmesura la belleza y la muerte y el amor.

 

Carmela Greciet


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Dos poemas de Pepe Poveda

 

LA VIDA

La vida,

esa bola de fuego,

que se despeña,

poco a poco, cada día.

La vida, busca al aire,

se alimenta de aire

y de cielo.

La vida es tierra,

húmeda y redundante,

partera de deseos,

huraña,

viscosa

como las aguas profundas,

del manantial,

la vida es tiempo robado al sueño,

espejo de ambiciones,

palenque de luchas fratricidas,

paréntesis entre la nada

y la nada.

La vida, huérfana y vacía,

se nutre de lo robado

repica con los restos,

con los harapos hallados

a lo largo del camino.

La vida es una fina línea,

que partiendo de la nada,

nos conduce al infinito.

 

NIÑOS ANÓNIMOS

Niños anónimos del  mundo,

que nunca saciaron el hambre,

niños soldados

llamados para defender patrias privadas,

niños que no crecieron,

niños que no jugaron,

niños viejos

que buscan en los estercoleros,

que extraen carbón de la tierra,

niños que nacieron adultos,

famélicos, tísicos, anémicos,

sin abuelos,

hundidos en las cloacas de la historia.

Niños que no pudieron nacer con la piel blanca,

en camas calientes y confortables,

con biberones y con nanas,

con escuelas

para escribir palotes

en negras pizarras,

con cuadernos de rayas bien trazadas…

niños diferenciados,

segregados, sin origen, ni presente ni futuro.

 

Niños anónimos del mundo.

 

 

Pepe Poveda