Por Yorgos Anisakis
Despertó bruscamente.
Al abrir los ojos le llegó la tranquila penumbra del dormitorio. Sintió un enorme alivio. Pero en su interior aún latía la atmósfera asfixiante del sueño del que acababa de despertar.
Poco a poco fue recordando. Un mundo onírico empapado de vivencias extrañas, como si se hubiese introducido en la mente de alguien desconocido. En los pocos minutos que duraría el sueño había experimentado el transcurso de una vida, aparentemente normal pero a la vez progresivamente atada, desde la infancia, a compromisos externos y obligaciones para sí misma, a restricciones originadas por miedos olvidados y a prevenciones inconscientes, dictadas por voces ya fallecidas. Todos se urdían para ir formando una malla de ataduras en las que, en el transcurso de su vida, el soñador se iba enredando tan lenta como inevitablemente, con la involuntaria determinación del gusano de seda que se envuelve dentro de su crisálida.
Y ésta se iba haciendo más y más densa, más y más estrecha, hasta que primero el calor, luego la asfixia le llevaron a esa angustia que, al devenir insoportable le produjo, como una muerte, el despertar.
Se levantó, aún abrumada y abrió la ventana del dormitorio. Le inundaron los aromas vegetales de una noche de verano, la infinitud del cielo cuajado de estrellas. “¿Cómo alguien puede llegar a negarse así…”, pensó. Pero al pasar por el cuarto de baño, antes de volver a acostarse reconoció fugazmente, en el espejo, la cara reflejada de quien había sido la protagonista de su sueño.